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MUERTE DEL GRAL. APARICIO SARAVIA por Osíris Rodríguez Castillo

¡Jué en Masoller!
Francamente no sé ni cómo explicarlo.
Nunca anduvimos tan juertes ni tan bien armaos,
ni tantos.
Desde Tupambaé, la cosa comenzó a dir mejorando
y esa tarde,
éramos tuitos coronillas y quebrachos.
¡Firmes! Soportando el fuego que crepitaba
a lo largo de las líneas enemigas,
como un granizo cerrao.
Como víboras chiflaban las moras abriendo claros.
Caiba la gente en racimos,
se acalambraban los brazos de rastrillar los jusiles
y avanzábamos de a ratos,
tropezando con el plomo, con los gritos,
con los cáidos,
con un bárbaro horizonte de divisas degolladas
y un graznido de clarines que se estaban atorados
como cuervos con la carne de la patria, delirando.


Ahí no más cayó mi jefe.
Gaucho crudo hasta el tután,
que sabía espantar las moras con el poncho como a tábanos.
Y ahí no más otro valiente:
picó espuelas, sable en mano.
Y cayeron otros jefes milagrosos
como santos de melena y barba blanca
capitanes con el grados, puesto a dedo por la muerte,
corajudos como diablos.
¡Firmes! ¡Firmes mis cachorros! Nos gritaban, tropezando,
pero nada, éramos tuitos coronillas y quebrachos
y el quebracho no se duebla,
no se quiebra ni llorando.
Nos pitábamos la vida con el humo 'e los disparos.



Por delante la guerrilla como quién anda paseando
Juan su escolta y de bandera desplegada, tranco y tranco,
desfiló el águila blanca del cordobés.
Veteranos que la guerra a lanza seca talló en cerno de lapacho,
se sacaban el sombrero, lo clamaban lagrimeando.
Moribundos que boqueaban se acodaron entre el pasto
pa' morir con esa imagen en los ojos.
Pa' mirarlo, pa' mirar aquella estampa
que fue orgullo de los gauchos,
desfilar entre las barbas de sombrero y poncho blanco.


Ahora se quedó fantasma, le flanqueaban el caballo.
El Chiquito y Gumersindo le esperaban pa' escoltarlo,
pa' llevarlo hasta la gloria galopiando, galopiando.
¡Viva el General! Gritaban...
¡Cabo viejo! ¡Viva el cabo!
Y el tostao se abalanzaba y él lo diba sujetando.
Las radiadas divisiones deliraban a su paso,
y un repente...
Vino un frío recorriendo el espinazo de la tropa,
y un silencio nos creció dentre las manos.
Sobre el cerro Lunarejo, dio el lucero un grito largo
que rodó por las laderas, tiritó sobre los pastos,
se erizó sobre la sangre derramada por el llano,
se arrastró por los abrojos, por las chilcas, por los cardos,
se tajeó en las espadañas temblorosos del bañado
y murió en los ñapindases monte adentro,
¡sollozando!

Una helada luna llena vino pálido a besarlo,
ni los grillos se escuchaban.
La frescura de los pastos perfumó los cojinillos
donde se iba desangrando.

Yo los vi, un poco más tarde.
Lo llevaban entre cuatro,
sobre un zarzo 'e maniadores y de lanzas,
entre cuatro.
Se llevaban el coraje del ejército,
entre cuatro.